Foto: Sebastián Piñera, Fuente: AP |
El sistema de partidos chileno ha sido tradicionalmente considerado como uno de los más estables y mejor establecidos de la región. De hecho, a pesar de la interrupción de 17 años que representó el régimen de Augusto Pinochet, algunos estudios muestran cierta continuidad entre los sistemas pre y post-dictadura, argumentando que las principales líneas de división que existían entre los partidos antes de ella empezaban a reconstruirse una vez esta termina (Scully, 1995). A pesar de que esta teoría ha sido parcialmente abandonada, hasta hace poco se seguía manteniendo la idea de la estabilidad e institucionalidad del sistema de partidos. No obstante, la relativa insatisfacción de los chilenos con su sistema político, así como la medida en que los partidos se encuentran relacionados con el electorado, ha obligado a replantear esta posición.
Siavelis (2009), investiga si el relativamente bajo nivel de apoyo a la democracia en Chile y la llamada "crisis de representación" se debe a que las élites y el público tienen visiones radicalmente diferente sobre problemas fundamentales; si, en cambio, la causa de esto es que el nivel de congruencia entre las opiniones de las élites y el público no importan; o, si a pesar de un acuerdo entre estos hay otros aspectos del sistema político que conducen a la crisis. Tras mostrar un alto nivel de congruencia en las opiniones de políticos y electores en temas como el eventual apoyo a un régimen autoritario, el papel del estado en la economía y la importancia asignada a problemas específicos de políticas públicas, el autor descarta que existan visiones divergentes entre las élites políticas y el público. Así, más que una desconexión entre gobernantes y gobernados, lo que existe actualmente en Chile es una insatisfacción generalizada con las formas de participación y ejecución de las funciones representativas, así como grandes problemas de rendimiento de cuentas y legitimidad. Siavelis argumenta que el modelo chileno raya en lo que se conoce en la literatura como 'partidocracia' (Coppedge, 1994), en el sentido de tener partidos políticos que monopolizan el proceso electoral y dominan el proceso legislativo.
Los acuerdos que se llevaron a cabo entre los partidos políticos hacia el final de la dictadura establecieron mecanismos para compartir el poder; estos incluyen nombramientos ministeriales, dominación del diseño de política por parte de las ramas del ejecutivo y un limitado impacto de los votantes en los resultados de las elecciones legislativas. Esto afecta el proceso de rendimiento de cuentas al electorado y, por consiguiente, el nivel en que la ciudadanía siente que su participación realmente importa. Adicionalmente, mientras Chile es el país de la región donde las diferencias ideológicas entre los legisladores son más marcadas, cada vez un menor porcentaje de la población es capaz de ubicarse en el espectro ideológico –más aún, buena parte de quienes lo hacen optan por el centro. Finalmente, la ciudadanía se siente cada vez menos identificada con los partidos políticos, al tiempo que estos reciben bajas evaluaciones al ser comparados con otras instituciones.
En síntesis, el problema entre partidos y electores no radica en visiones diferentes acerca de temas fundamentales, sino en la forma como funciona la democracia a la hora de abordar estos problemas. En un estudio en el número más reciente del Latin American Politics and Society, Juan Pablo Luna y David Altman también cuestionan que el sistema de partidos chileno sea altamente institucionalizado y dan fuerza a la idea de una desconexión de estos frente a la sociedad civil. El criterio usual para argumentar tal nivel de institucionalización es la baja volatilidad electoral del sistema de partidos; no obstante, los autores argumentan que esta medida presenta serios problemas al ser aplicada al caso chileno una vez se desagrega de coaliciones a partidos, o por sub-unidades geográficas. Igualmente, muestran una marcada reducción en una de las líneas de división más importantes entre los partidos (democrático-autoritario), acompañada de una baja identificación de la ciudadanía con los partidos, tal como lo muestra Siavelis (2009).
La principal consecuencia de esta crisis de partidos -contraria a lo que se percibe en la superficie-, es la mayor relevancia de los estilos de liderazgo personalistas, acompañada del debilitamiento de instituciones democráticas importantes. Resultado de esto es la emergencia de candidatos anti-sistema o independientes, como fue el caso de Marco Enríquez-Ominami en las elecciones presidenciales pasadas.
A nivel metodológico, estos estudios muestran la necesidad de pasar de comparaciones macro a un nivel micro a la hora de calificar sistemas políticos. Como mencioné antes, al hacer comparaciones con indicadores como la volatilidad electoral, el sistema chileno parece ser altamente institucionalizado; una foto muy distinta aparece al analizar las posiciones individuales de los electores en múltiples temas.
En términos prácticos, estos estudios muestran que Chile no escapa al proceso de debilitamiento de los partidos políticos de la región, según el cual estos enfrentan cada vez mayores retos en atraer votantes y mantener un marco ideológico bien definido. Los partidos políticos juegan un papel trascendental en términos de reducir costos de información acerca de las opciones del electorado, canalizar y expresar los intereses de la ciudadanía y contribuir a darle forma a la estructura social, económica y cultural de una comunidad. Es difícil pensar en una verdadera democracia sin partidos, más aún, cuando muchas veces la única alternativa es la aparición de líderes carismáticos que movilizan al electorado tras un proyecto netamente personalista; de esto hemos visto innumerables casos a lo largo de la región. La pregunta que queda abierta es si ese es el tipo de democracia que queremos en nuestros países –si es que eso es posible.
Siavelis (2009), investiga si el relativamente bajo nivel de apoyo a la democracia en Chile y la llamada "crisis de representación" se debe a que las élites y el público tienen visiones radicalmente diferente sobre problemas fundamentales; si, en cambio, la causa de esto es que el nivel de congruencia entre las opiniones de las élites y el público no importan; o, si a pesar de un acuerdo entre estos hay otros aspectos del sistema político que conducen a la crisis. Tras mostrar un alto nivel de congruencia en las opiniones de políticos y electores en temas como el eventual apoyo a un régimen autoritario, el papel del estado en la economía y la importancia asignada a problemas específicos de políticas públicas, el autor descarta que existan visiones divergentes entre las élites políticas y el público. Así, más que una desconexión entre gobernantes y gobernados, lo que existe actualmente en Chile es una insatisfacción generalizada con las formas de participación y ejecución de las funciones representativas, así como grandes problemas de rendimiento de cuentas y legitimidad. Siavelis argumenta que el modelo chileno raya en lo que se conoce en la literatura como 'partidocracia' (Coppedge, 1994), en el sentido de tener partidos políticos que monopolizan el proceso electoral y dominan el proceso legislativo.
Los acuerdos que se llevaron a cabo entre los partidos políticos hacia el final de la dictadura establecieron mecanismos para compartir el poder; estos incluyen nombramientos ministeriales, dominación del diseño de política por parte de las ramas del ejecutivo y un limitado impacto de los votantes en los resultados de las elecciones legislativas. Esto afecta el proceso de rendimiento de cuentas al electorado y, por consiguiente, el nivel en que la ciudadanía siente que su participación realmente importa. Adicionalmente, mientras Chile es el país de la región donde las diferencias ideológicas entre los legisladores son más marcadas, cada vez un menor porcentaje de la población es capaz de ubicarse en el espectro ideológico –más aún, buena parte de quienes lo hacen optan por el centro. Finalmente, la ciudadanía se siente cada vez menos identificada con los partidos políticos, al tiempo que estos reciben bajas evaluaciones al ser comparados con otras instituciones.
En síntesis, el problema entre partidos y electores no radica en visiones diferentes acerca de temas fundamentales, sino en la forma como funciona la democracia a la hora de abordar estos problemas. En un estudio en el número más reciente del Latin American Politics and Society, Juan Pablo Luna y David Altman también cuestionan que el sistema de partidos chileno sea altamente institucionalizado y dan fuerza a la idea de una desconexión de estos frente a la sociedad civil. El criterio usual para argumentar tal nivel de institucionalización es la baja volatilidad electoral del sistema de partidos; no obstante, los autores argumentan que esta medida presenta serios problemas al ser aplicada al caso chileno una vez se desagrega de coaliciones a partidos, o por sub-unidades geográficas. Igualmente, muestran una marcada reducción en una de las líneas de división más importantes entre los partidos (democrático-autoritario), acompañada de una baja identificación de la ciudadanía con los partidos, tal como lo muestra Siavelis (2009).
La principal consecuencia de esta crisis de partidos -contraria a lo que se percibe en la superficie-, es la mayor relevancia de los estilos de liderazgo personalistas, acompañada del debilitamiento de instituciones democráticas importantes. Resultado de esto es la emergencia de candidatos anti-sistema o independientes, como fue el caso de Marco Enríquez-Ominami en las elecciones presidenciales pasadas.
A nivel metodológico, estos estudios muestran la necesidad de pasar de comparaciones macro a un nivel micro a la hora de calificar sistemas políticos. Como mencioné antes, al hacer comparaciones con indicadores como la volatilidad electoral, el sistema chileno parece ser altamente institucionalizado; una foto muy distinta aparece al analizar las posiciones individuales de los electores en múltiples temas.
En términos prácticos, estos estudios muestran que Chile no escapa al proceso de debilitamiento de los partidos políticos de la región, según el cual estos enfrentan cada vez mayores retos en atraer votantes y mantener un marco ideológico bien definido. Los partidos políticos juegan un papel trascendental en términos de reducir costos de información acerca de las opciones del electorado, canalizar y expresar los intereses de la ciudadanía y contribuir a darle forma a la estructura social, económica y cultural de una comunidad. Es difícil pensar en una verdadera democracia sin partidos, más aún, cuando muchas veces la única alternativa es la aparición de líderes carismáticos que movilizan al electorado tras un proyecto netamente personalista; de esto hemos visto innumerables casos a lo largo de la región. La pregunta que queda abierta es si ese es el tipo de democracia que queremos en nuestros países –si es que eso es posible.
______________________________
Referencias:
Copepdge (1994) Strong Parties and Lame Ducks : Presidential Partyarchy and Factionalism in Venezuela Stanford: Stanford University Press.
Luna, J. P. and Altman, D. (2011) Uprooted but Stable: Chilean Parties and the Concept of Party System Institutionalization. Latin American Politics and Society, Vol. 53, Issue 2, 1-29.
Scully, T. R. (1995) Reconstituting Party Politics in Chile. In: Scott Mainwarig and Timothy R. Scully (Eds.) Building Democratic Institutions. Party Systems in Latin America, pp. 100-137.
Siavelis, P. (2009) Elite-Mass Congruence, Partidocracia and the Quality of Chilean Democracy. Journal of Politics in Latin America, Vol. 1, No. 3, 3-31.
No comments:
Post a Comment