Friday, July 9, 2010

Historias de Verdad,... ¿Justicia y Reparación?


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Cerca de 2700 metros sobre el nivel del mar, en medio de la accidentada geografía de los Andes al sureste peruano, se encuentra la legendaria ciudad de Ayacucho. En sus cercanías en 1824 se libró la batalla de independencia del Perú, que selló al mismo tiempo la independencia de Suramérica. Décadas después, ante problemas económicos originados por conflictos internacionales y siguiendo un patrón típico de muchos gobiernos de la región, Ayacucho pasó a ser prácticamente olvidada por el gobierno en Lima y entró en un estado de marginación extremo, con escasa comunicación con el resto del país y en un avanzado nivel de pobreza. Las víctimas de esta exclusión compartían una característica principal: eran mayoritariamente indígenas, quechua-hablantes y, en consecuencia, considerados ciudadanos de segunda clase por las elites nacionales.

En respuesta a una larga historia de exclusión y abandono, a partir de 1980 el movimiento Maoista-Leninista Sendero Luminoso le declara la guerra al Estado y sumerge a la región de Ayacucho en la más sangrienta confrontación que Perú recuerde en su vida republicana. Tras importantes años de inactividad o complacencia con los alzados en armas, el Estado peruano bajo el gobierno de Alan García decide responder con toda la fuerza disponible pero sin la inteligencia correspondiente y, así, persecuciones a campesinos e indígenas de la región se vuelven noticia de todos los días. Se multiplican las violaciones de derechos humanos, torturas, ejecuciones extrajudiciales, abuso sexual y demás vejaciones posibles, tanto por parte de miembros del ejército como de los senderistas. El libro del periodista Ricardo Ucceda "Muerte en el Pentagonito. Los Secretos del Ejército Peruano" ofrece un relato detallado de muchos de estos hechos escabrosos; Mario Vargas Llosa resume la crueldad de esta guerra diciendo que la lectura del texto no es nada fácil ya que "muchas de sus revelaciones estremecen y producen náuseas".

En medio de un conflicto que se expande por el territorio nacional y que empieza a amenazar sectores exclusivos en Lima, Alberto Fujimori llega al poder en 1990 de la mano de su asesor, Vladimiro Montesinos, y rápidamente asume poderes extraordinarios para ejercer su gobierno. Tras el cierre del Congreso y la emisión de una serie de decretos de excepción, se auto-otorgan privilegios para perseguir a la oposición, periodistas, defensores de derechos humanos, y todo aquel con supuestos vínculos con terroristas. Montesinos usa los instrumentos del Estado para su enriquecimiento personal, lo cual consigue con actividades que van desde la concesión preferencial de contratos, hasta la de permisos especiales para el tráfico de cocaína. Cientos de crímenes son perpetrados directamente desde la central de comandancia del Ejército, utilizando los servicios de inteligencia del Estado y con el visto bueno del Presidente de la República o su asesor estrella.

Años después, tras la captura de Abimael Guzmán -el líder terrorista-, la posterior desarticulación de Sendero Luminoso, y la consolidación del poder Fujimori-Montesinos respaldada por una enorme popularidad a nivel nacional, Ayacucho recobra su estado de olvido y abandono, esta vez con el agravante de haber sido la cuna del grupo terrorista y el centro de la confrontación armada. Como resultado del fuego cruzado entre ejército y senderistas en el que queda atrapada la población civil más de sesenta y nueve mil peruanos pierden la vida, siendo la región de Ayacucho y la población indígena las principales víctimas de esta guerra.

En Ayacucho -cuyo nombre en Quechua algunos expertos traducen como "el rincón de los muertos"- las imágenes del conflicto son hoy una constante en la conciencia colectiva. Tras su llegada a la ciudad el visitante desprevenido rápidamente se familiariza con las historias de violencia, los relatos de los sobrevivientes, los lugares donde Sendero Luminoso forjó su estrategia y las calles impregnadas de esa paz tensa. Este sentimiento de horror poco a poco se transforma en un adormecimiento e indiferencia ante los relatos mas atroces; aparece cierta inmunidad desagradable ante las historias de desaparecidos, torturados y asesinados. Tal vez lo más parecido a esto sea la sensación que tiene el lector de 2666 ante los innumerables y grotescos casos de violaciones y asesinatos de mujeres que -en otro contexto- relata magistralmente Roberto Bolaño. Este adormecimiento es cómplice de innumerables historias de violencia en múltiples latitudes y es también un gran aliado de centenares de criminales que encuentran libertad para seguir delinquiendo ante la aletargada respuesta de la población.

Pero el Ayacuchano no es este visitante desprevenido y, así, en los últimos años han aparecido organizaciones de la sociedad civil dedicadas al reparo psicológico de las víctimas, su inclusión en la vida económica de la comunidad y el apoyo a los hijos de desaparecidos o asesinados. El objetivo primordial de estas entidades es hacer renacer la esperanza en una ciudad que ha sido históricamente azotada por múltiples violencias: insurgente, militar, económica y racial. Sin embargo, estos esfuerzos individuales no han sido acompañados por una actitud decidida por parte del gobierno central. Hace poco más de un año se vio la reticencia del gobierno de Alan García frente a la construcción del Museo de la Memoria aduciendo "la necesidad de satisfacer otras necesidades más importantes", y hoy todavía se escuchan las demandas de Ollanta Humala -candidato a la presidencia- de un incremento en la presencia del gobierno en la región y en territorios aledaños ante la posibilidad de nuevos brotes de insurgencia, algunos de ellos vestigios de Sendero Luminoso.

Aunque Fujimori, Montesinos y Guzmán hoy pagan sentencias por sus repetidas violaciones a los derechos humanos, múltiples organizaciones de familiares de asesinados y desaparecidos siguen clamando justicia. Muchos de sus miembros han envejecido o muerto sin alcanzar el objetivo que se trazaron hace más de veinte años: Verdad, Justicia y Reparación. El Estado continúa ignorando las demandas de las víctimas; continúa también la estigmatización de la población por supuestos nexos con terroristas y, en últimas, se mantiene hacia ella la actitud de exclusión y rechazo que ha sido característica por casi 200 años. Esta, mezclada con el fanatismo de una revolución sangrienta, escribió una de las páginas más trágicas en la historia peruana.

Para las familias afectadas por la violencia los ideales de Verdad, Justicia y Reparación significan la posibilidad de volver a vivir, de sentirse parte de una sociedad que nunca los ha tenido en cuenta. Desconocer sus demandas no sólo es darle la espalda a una población que lo perdió todo en medio de un conflicto del que no hacía parte, sino que es también olvidar las duras lecciones que ofrece la historia. Y el olvido de la historia, como es bien sabido, es el primer paso para repetirla.

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