Para aquellos que hemos vivido la mayor parte de nuestras vidas en uno de los países más desiguales del planeta, hay ciertas condiciones que entendemos como "normales", pero que en otras sociedades serían motivo de escándalo. Por ejemplo, se vuelve normal la falta de oportunidades para amplios sectores de la población y su contraste con la creciente riqueza de unas minorías; se vuelve normal para muchos no aspirar a algo muy diferente de aquello que ofrece el más cercano grupo social donde se nació; también se vuelve normal la convivencia con repetidas injusticias económicas y el saber que, muy probablemente, nada de eso cambiará en un futuro cercano. Sin embargo, tal vez lo más lamentable de este panorama es que se encuentren justificaciones -para algunos razonables- respecto a este estado de cosas.
La creciente brecha entre ricos y pobres que golpea principalmente a algunas sociedades africanas y latinoamericanas pareciera estar asociada a una catástrofe natural: algo que está completamente por fuera del alcance de sus gobernantes y demás ciudadanos, y algo con lo que, por triste que sea, nos toca aprender a vivir. Los índices de desigualdad entran a ser una estadística más al lado del crecimiento económico, la inflación o la tasa de cambio, por sólo mencionar unos pocos. No obstante, a diferencia de estos indicadores en los que los gobiernos pueden influir pero principalmente responden a una multiplicidad de variables fuera de su control, los niveles de desigualdad de las sociedades sí pueden ser modificados a partir de una clara política social con este propósito. El principal ingrediente para corregir la desigualdad económica de una sociedad es la voluntad política para hacerlo, como bien muestra el caso brasilero durante el gobierno de Lula, próximo a terminar.
Luiz Inácio Lula da Silva, quién a principios de los ochenta se había desempeñado como sindicalista, representaba al izquierdista Partido de los Trabajadores en las elecciones por la presidencia del Brasil en 2002. Su discurso giraba en torno a temas como el cambio del modelo económico, la responsabilidad del Estado frente a la distribución del ingreso y la definición de una clara política social. A la par del ascenso en su popularidad para llegar a la primera magistratura, los mercados financieros entraban en pánico ante lo que veían como una amenaza a la estabilidad económica del país y sus posibles consecuencias en la región. Sin embargo, la incertidumbre que generaba un eventual gobierno de Lula fue disipada una vez este alcanza la presidencia y da continuidad al plan de estabilización iniciado bajo el gobierno de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), el cual había ofrecido importantes resultados en materia de inflación, deuda externa y servicio de la deuda, pero había sido mucho menos exitoso en términos de crecimiento económico y reducción del desempleo.
Al tiempo que continuaba el ajuste macroeconómico, Lula inicia sus programas bandera en las áreas sociales, en particular el bien recibido Bolsa Familia, según el cual familias en extrema pobreza reciben transferencias de dinero del Estado a cambio de mantener a sus hijos en la escuela y llevarlos a centros de atención médica. Los logros de este programa han sido destacables, hasta el punto que en la actualidad más de 12 millones de las familias brasileras más pobres hacen parte del programa, y versiones similares han sido implementadas en los últimos años en otros países subdesarrollados como México, Jamaica, Nicaragua y Colombia, al igual que en algunos sectores de los Estados Unidos.
Sin embargo, la política social del gobierno de Lula no se limita a Bolsa Familia. De acuerdo a algunos estudios, este programa sólo explica un sexto de la importante reducción en la desigualdad económica durante este período (el coeficiente de Gini, que mide la desigualdad económica, se ha reducido durante estos años en cerca de 7%, aunque todavía es bastante alto de acuerdo a los estándares internacionales). Una clara política educativa también ha permitido aumentar en más de dos años el promedio de tiempo de educación de los trabajadores brasileros. El conjunto de programas dirigidos a corregir la histórica inequidad social del país se ha traducido en una reducción de 20 millones en el número de personas en estado de pobreza durante los últimos ocho años. También se ha observado un crecimiento en el ingreso de las familias más pobres mucho más acelerado que el de las familias más ricas, todo esto acompañado de la creación de cerca de 13 millones de empleos formales. Sin duda un gran capital electoral para la candidata oficialista y líder en las encuestas, Dilma Rousseff.
Contrasta este panorama con el de la vecina Colombia donde el gobierno que termina por estos días se considera un éxito mientras el país mantiene tasas alarmantes de desempleo, pobreza e indigencia, al tiempo que pasa al primer lugar en los índices de desigualdad en latinoamérica -una región mundialmente destacada por su pobre desempeño en esta área. A diferencia del caso brasilero, el programa de subsidios del Estado no hace parte de una política social integral sino que, por el contrario, ha sido utilizado como una herramienta de manipulación política de las familias beneficiadas, como se hizo evidente en la reciente contienda por la presidencia.
Adicional a esto, el asistencialismo -que encarna la política social colombiana- tiene sus límites. Prueba de ello son las dificultades que Bolsa Familia ha mostrado en Brasil. Por ejemplo se evidencia la asimetría de estos programas de transferencias condicionales de dinero en términos de su efecto en hogares rurales (donde son mucho más eficientes), frente a aquel en hogares urbanos; igualmente se encuentra un cambio en la estructura del hogar de acuerdo a quien recibe los beneficios del programa; y, finalmente, se evidencian las dificultades que este encuentra para reducir el trabajo infantil en zonas urbanas. Así, aunque estas iniciativas logran calmar algunas necesidades de la población, en sí solas no son la solución a las grandes inequidades de estas sociedades y deben ser acompañadas de políticas de redistribución de ingresos y tierras, así como de planes educativos y posibilidades de acceso a crédito para la población.
Hace tiempo es hora de que los países -ciudadanía y gobierno- con extremos niveles de desigualdad económica y social tomemos decisiones firmes en este campo que es siempre susceptible de ser mejorado, como muestra el ejemplo de Brasil con Lula. La desigualdad no solo le niega oportunidades a los más desfavorecidos sino que tiene serias implicaciones en términos del tejido social, ética del trabajo, delincuencia común, crimen organizado y estabilidad política, entre un sinnúmero de variables económicas, políticas y sociales.
Se nos ha hecho creer que la desigualdad no es un problema trascendental; más aún, que solo afecta a unos cuantos pobres y que con caridad, ya sea de los ciudadanos o del Estado, será resuelto en un corto plazo. Nada más falso que esto. La desigualdad afecta a ricos y pobres; preserva condiciones injustas a lo largo del tiempo, y genera inmensas tensiones sociales. Como dice William Ospina en su influyente libro ¿Y Dónde está la Franja Amarilla?: "[M]uros fortificados y puertas con claves electrónicas y ejércitos privados de guardianes y de mastines casi los autorizan [a los ricos] a decir que este es un país seguro [y no] se preguntan por qué las gentes acomodadas de otros países no tienen que conformarse con pequeños guetos residenciales y comerciales sino que pueden andar por sus ciudades y por sus campos disfrutando plenamente del mundo. Se han resignado a vivir tras los muros y no ignoran que algo está podrido en el mundo que tan celosamente defienden."
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