-Jorge Rafael Videla- |
Durante los años de 1976 a 1983 Argentina vivió el período conocido como Guerra Sucia durante el cual el gobierno militar se dio a la tarea de perseguir activistas de izquierda, periodistas, estudiantes, guerrillas Peronistas y Marxistas, entre muchos otros, así como a todo aquel con indicios de apoyar cualquier causa que estuviera en contra de su ideario económico y político. El saldo incluye varias decenas de miles de muertos y desaparecidos, así como un clamor permanente por parte de los familiares de las víctimas acerca de la verdad sobre lo ocurrido.
Este caso, desde luego, no es exclusivo de la Argentina de esos años; en ese entonces, el modelo de Nuevo Militarismo encarnado en la 'Operación Cóndor' fue un importante responsable del terrorismo de Estado que sufrió la región. La reaparición del Populismo Autoritario - con Menem, Fujimori, Chávez, Uribe y los Kirchner- indica que la región es aún presa fácil de modelos políticos en los cuales las libertades básicas de los ciudadanos se ven vulneradas con el argumento de un 'bien superior' y la presencia –real o infundada- de una amenaza importante. Así, comunismo, imperialismo, terrorismo, tráfico de drogas, o cualquier otra elección conveniente, parecieran justificar los abusos de poder.
El caso de Augusto Pinochet, que murió sin pagar un sólo día en cárcel por los crímenes cometidos durante la dictadura Chilena fue, sin duda, una señal desesperanzadora acerca de la posibilidad de juzgar y hacer pagar a los responsables del terrorismo de Estado en una de las épocas más aciagas de la región. Sin embargo, el caso del enjuiciamiento y condena a Alberto Fujimori, o la reciente nueva condena a Jorge Rafael Videla, son señales positivas para otras sociedades que en los últimos años hemos vivido bajo la presencia de regímenes que poco valoran los derechos humanos. No obstante, estas medidas sólo sirven como correctivo de errores pasados, y no como garante de que los abusos cometidos no vuelvan a ocurrir. Pero, más allá del carácter enceguecedor del poder, ¿qué es lo que lleva a resultados tan lamentables, que permite que veamos historias similares a lo largo de toda la región incluso en momentos tan diferentes?
Una respuesta inmediata es el apoyo de un poder extranjero cuyos intereses coinciden con los de algunas élites locales, como ciertamente ha ocurrido en múltiples casos. Sin embargo, y a pesar de la obviedad de esta explicación, hay otra que es resultado de la relación que los ciudadanos mantienen con sus gobiernos. Al analizar los casos de violaciones sistemáticas a los derechos humanos, ex presidentes que son juzgados en tribunales nacionales o internacionales, o los innumerables escándalos de este tipo que salen a la luz pública una vez estos dejan su mandato, todos –independientemente del modelo político que siguen, Nuevo Militarismo o Populismo Autoritario- comparten una característica: sus niveles de popularidad mientras ejercían el poder eran abrumadores. Es decir, el temor generalizado frente a una amenaza o el afán por alcanzar ciertos resultados económicos, parecieran hacer necesario pasar por encima de los derechos fundamentales de algunas minorías. Por su parte, la mayoría de la población -en muchos casos con información fabricada por los mismos gobiernos- celebra estas políticas e ignora el sufrimiento de aquellos a quienes se le vulneran sus derechos, mientras nuestros presidentes alcanzan un nivel de popularidad sólo comparable al de algunos cantantes, deportistas o actores de cine. Esto, desde luego, los hace sentir con el derecho de manejar las leyes a su antojo y sentirse amos y dueños de los destinos de aquellos a quienes gobiernan.
De esta forma, y dada la imposibilidad de cambiar el carácter de quienes están en el poder así como de cambiar los intereses y políticas externas de otros países, la tarea de evitar los abusos de poder queda muchas veces en manos de la ciudadanía. Es necesario que ella –desde abajo- le imponga límites claros a sus gobernantes, ejerza control político y, en últimas, defienda la democracia por encima del carisma y atractivo de sus gobernantes, por buenos que estos parezcan. La condena a Videla por los crímenes cometidos durante la dictadura militar es una prueba de que el poder tiene límites y la justicia está ahí para hacerlos respetar. Si esto es algo que los gobernantes -ciegos de poder- no están en capacidad de reconocer, es nuestra tarea como ciudadanos recordárselos permanentemente.
La labor de académicos, analistas y periodistas independientes debe apuntar en esa dirección, y es responsabilidad de la ciudadanía apoyar estas iniciativas de control político. Una alta popularidad no es excusa ni justificación para el abuso del poder, pero sí puede hacer sentir al gobernante con el derecho de hacerlo; al fin y al cabo, como diría Beethoven, ellos son mortales comunes y corrientes.
Adenda:
Aprovecho la oportunidad para reiterar mi total apoyo a Daniel Coronell en su permanente esfuerzo por sacar a la luz pública verdades incómodas y que aquellos con poco o nulo respeto por la democracia colombiana han tratado de acallar.
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